lunes, 21 de enero de 2013

Nerea estaba llorando...



NOVIEMBRE DE 1966. CANARIAS
-Lleva esta cabra a tu tío.

Esa orden bastó para que Nerea supiera lo que sucedería más tarde. Había recorrido ese camino infinidad de veces saltando rocas y disfrutando del verdor que le regalaba la Naturaleza. Se divertía perdiéndose entre los matorrales, esquivando las corrientes de agua producidas por la lluvia y enfangándose los pies y las manos con los restos que la tierra, desmaquillada, dejaba por haber llorado. Sin embargo en esta ocasión todo era diferente. Se sentía  triste, desesperanzada, herida.

-Blanquita, no te preocupes-le susurraba llorando.

Y mientras caminaba, con su poco oído y su finita voz, le narraba cuentos a la pobre animalita; más para calmar su próxima pena, que para aliviar a la criatura que entre los brazos de la pequeña, no conocía el sendero que aquellas piernas ágiles recorrían.

El camino le pareció corto a la pequeña Nerea a pesar de que tuvo que saltar obstáculos insalvables sumergiéndose por el valle lechoso y atravesando los paisajes abruptos hasta llegar al destino que su padre le había encomendado.

Por esa  manía del reloj de comenzar su sprint en los momentos menos deseados, Nerea logró cruzar el barranco con su querida Blanquita, queriendo demorar mil años para que ese momento no alcanzara su meta.

Tantas veces había acariciado el pelaje de nieve de la cabrita y tantas veces le  había contado al oído agonías en forma de nanas, que despedirse de su amiga le parecía una seña cruel del destino y de la vida.

Pero a medida que más pensaba y más lloraba, más rápido y veloz pasaba, vestido de luto y de Parca, el Señor Don Tiempo; agotándose así las pocas esperanzas que tenía de salvar a Blanquita. La idea de dejarla escapar le parecía una idea tentadora y liberadora, si no fuera porque conocía el cinturón que prevenía desobediencias y la altivez de su enorme padre- que a pesar de su noble corazón-  no tenía reparos en arremeter contra el cuerpo de sus hijas cuando algún acto insospechado, contrariaba su evangélica moral.

Su hermana Isabel ya había experimentado la severidad del castigo, cuando su coquetería la empujaba a flirtear con mozos en la entrada de su casa y cuando su cuerpo, voluptuoso y blanco como el pan de azúcar,  bailaba al ritmo de los hits de la época.

-¡Desgraciada!- le decía su padre- ¿Cómo te atreves a mancillar el nombre de esta casa? ¡Vergüenza te debería de dar  andar por ahí zorreando!

Y ahí, justo en ese momento, enfurecido,  el patriarca grande y corpulento, cambiaba su galantería por  ferocidad y se abalanzaba con sus fauces a reprimir el comportamiento descocado de su hija; mientras su esposa, postrada en la silla de metal, y la pequeña Nerea, le imploraban como plañideras parar la reprimenda cristiana del hombre exhausto que dejaba de arremeter contra la muchacha, al oír las súplicas de su mujer retorcida de dolor al no poder defender a lo más preciado de su vida.

Tal temor tenía Nerea a ser reprehendida con tal dureza, que el simple hecho de comportarse de forma contraria a lo que los demás esperaban de ella, le causaba turbación y miedo.
Desmotivada así por su infortunio, resistió con heroicidad la mala suerte de ambas hasta llegar a la finca donde se encontraba su tío petudo segando las malas hierbas que el campo siempre deja.

Con pena, la pequeña alzó la mano en forma de saludo quejumbroso para que éste se percatara de su presencia chiquita y contagiosa hasta causar risas, cuya burla se entorpecía con el delantal siempre a juego de su día a día  y sus piernitas como dos palos presos de un torso contundente y maduro que mostraban, inequívocamente, su dedicación a las  labores domésticas y medicinales, que más pronto de lo normal, comenzaría a ejercer para atender a su madre.

-¡Aquí se la traigo, tío!- dijo levantando a Blanquita levemente como un indicio del sacrificio venidero.

-¡Cuánto tardaste, niña! Déjame la cabra aquí que ahora mismo daré cuenta de ella-respondió arrebatando a Blanquita de sus brazos y llevándosela al interior de la casa- Espérame. No tardaré.

Y Nerea esperó deseando suerte a su querida cabrita a la par que escuchaba su balido pidiendo auxilio y el resonar seco del machete en su cuerpo mientras un río de sangre salía desde la puerta del crimen tiñendo de carmín los contornos de un nuevo barranco.

Tan estupefacta y aturdida estaba la niña viendo las entrañas de Blanquita, que apenas se percató de que su tío Armando, sin despedirse,  le había puesto en su mano la bolsa que contenía el cuerpo rosáceo, limpio y troceado de su difunta cabra.

Con el tiempo, Nerea pasaría a recordar a su amiga como la cabra que entregó con vida y que cenaría esa misma noche, más por necesidad que por apetito; cagándola y depositando una hermosa rosa en el montículo que guardaba  las heces de su cena y que, a su vez, contenía los últimos vestigios del cuerpo descompuesto de Blanquita y de su infancia.



1 comentario:

  1. Que delicia de pasaje....bien trazado, bellisimo relato!

    Un beso grande.

    p.d. no he podido dejar comentario en tu otro blog, no he encontrado el sitio.

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