-Lleva
esta cabra a tu tío.
Esa
orden bastó para que Nerea supiera lo que sucedería más tarde. Había recorrido
ese camino infinidad de veces saltando rocas y disfrutando del verdor que le
regalaba la Naturaleza. Se divertía perdiéndose entre los matorrales,
esquivando las corrientes de agua producidas por la lluvia y enfangándose los
pies y las manos con los restos que la tierra, desmaquillada, dejaba por haber
llorado. Sin embargo en esta ocasión todo era diferente. Se sentía triste, desesperanzada, herida.
-Blanquita,
no te preocupes-le susurraba llorando.
Y
mientras caminaba, con su poco oído y su finita voz, le narraba cuentos a la
pobre animalita; más para calmar su próxima pena, que para aliviar a la
criatura que entre los brazos de la pequeña, no conocía el sendero que aquellas
piernas ágiles recorrían.
El
camino le pareció corto a la pequeña Nerea a pesar de que tuvo que saltar obstáculos
insalvables sumergiéndose por el valle lechoso y atravesando los paisajes
abruptos hasta llegar al destino que su padre le había encomendado.
Por
esa manía del reloj de comenzar su
sprint en los momentos menos deseados, Nerea logró cruzar el barranco con su
querida Blanquita, queriendo demorar mil años para que ese momento no alcanzara
su meta.
Tantas
veces había acariciado el pelaje de nieve de la cabrita y tantas veces le había contado al oído agonías en forma de
nanas, que despedirse de su amiga le parecía una seña cruel del destino y de la
vida.
Pero
a medida que más pensaba y más lloraba, más rápido y veloz pasaba, vestido de
luto y de Parca, el Señor Don Tiempo; agotándose así las pocas esperanzas que
tenía de salvar a Blanquita. La idea de dejarla escapar le parecía una idea
tentadora y liberadora, si no fuera porque conocía el cinturón que prevenía
desobediencias y la altivez de su enorme padre- que a pesar de su noble
corazón- no tenía reparos en arremeter
contra el cuerpo de sus hijas cuando algún acto insospechado, contrariaba su
evangélica moral.
Su
hermana Isabel ya había experimentado la severidad del castigo, cuando su
coquetería la empujaba a flirtear con mozos en la entrada de su casa y cuando
su cuerpo, voluptuoso y blanco como el pan de azúcar, bailaba al ritmo de los hits de la época.
-¡Desgraciada!-
le decía su padre- ¿Cómo te atreves a mancillar el nombre de esta casa? ¡Vergüenza
te debería de dar andar por ahí
zorreando!
Y
ahí, justo en ese momento, enfurecido, el patriarca grande y corpulento, cambiaba su
galantería por ferocidad y se abalanzaba
con sus fauces a reprimir el comportamiento descocado de su hija; mientras su
esposa, postrada en la silla de metal, y la pequeña Nerea, le imploraban como plañideras
parar la reprimenda cristiana del hombre exhausto que dejaba de arremeter
contra la muchacha, al oír las súplicas de su mujer retorcida de dolor al no
poder defender a lo más preciado de su vida.
Tal
temor tenía Nerea a ser reprehendida con tal dureza, que el simple hecho de
comportarse de forma contraria a lo que los demás esperaban de ella, le causaba
turbación y miedo.
Desmotivada
así por su infortunio, resistió con heroicidad la mala suerte de ambas hasta
llegar a la finca donde se encontraba su tío petudo segando las malas hierbas
que el campo siempre deja.
Con
pena, la pequeña alzó la mano en forma de saludo quejumbroso para que éste se
percatara de su presencia chiquita y contagiosa hasta causar risas, cuya burla
se entorpecía con el delantal siempre a juego de su día a día y sus piernitas como dos palos presos de un torso
contundente y maduro que mostraban, inequívocamente, su dedicación a las labores domésticas y medicinales, que más
pronto de lo normal, comenzaría a ejercer para atender a su madre.
-¡Aquí
se la traigo, tío!- dijo levantando a Blanquita levemente como un indicio del
sacrificio venidero.
-¡Cuánto
tardaste, niña! Déjame la cabra aquí que ahora mismo daré cuenta de
ella-respondió arrebatando a Blanquita de sus brazos y llevándosela al interior
de la casa- Espérame. No tardaré.
Y
Nerea esperó deseando suerte a su querida cabrita a la par que escuchaba su
balido pidiendo auxilio y el resonar seco del machete en su cuerpo mientras un
río de sangre salía desde la puerta del crimen tiñendo de carmín los contornos
de un nuevo barranco.
Tan
estupefacta y aturdida estaba la niña viendo las entrañas de Blanquita, que
apenas se percató de que su tío Armando, sin despedirse, le había puesto en su mano la bolsa que
contenía el cuerpo rosáceo, limpio y troceado de su difunta cabra.
Con
el tiempo, Nerea pasaría a recordar a su amiga como la cabra que entregó con
vida y que cenaría esa misma noche, más por necesidad que por apetito;
cagándola y depositando una hermosa rosa en el montículo que guardaba las heces de su cena y que, a su vez, contenía
los últimos vestigios del cuerpo descompuesto de Blanquita y de su infancia.